A veces la vida llega en forma de silencio: un latido que dejó de sonar y, con él, se desvaneció la posibilidad de volver a sentir esa emoción.
Un mes después, en la misma clínica, se escucharon dos. Dos latidos nuevos que devolvieron a esos padres la ilusión y la emoción de agrandar su familia.
Nueve meses esperándolos con ansiedad, con amor, pasaron muy rápido. Dos padres que necesitaban más de cuatro brazos, y una sobrina —yo— que con gusto prestó los suyos. Una combinación genial.
Ese lunes al mediodía fui directo a ayudarlos. Pasé toda la tarde cargando a un bebé y luego al otro, cambiando pañales, cantándoles canciones. Fueron las mejores cinco horas de mi vida.
En el camino de vuelta a casa, me di cuenta de lo agotada que estaba. Y lo único que pude pensar fue en lo cansados que debían estar mis tíos. Por eso, lo único que quise fue volver al día siguiente.
Porque hay silencios que duelen para siempre, pero también hay nuevos sonidos —como dos llantos al mismo tiempo— que curan un poco el alma.
Por Juana Ryske
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